Adalberto
Apareció el segundo día
de vacaciones, cuando preparaban el primer asado de ese verano que pasarían en
la casa que les había prestado un primo del sur. Uno de los niños lo vio parado
junto a un árbol e inició una carrera para alcanzarlo, que atemorizó al gato y
espantó a las bandurrias que clavaban en el pasto sus ganchudos picos.
Volvió media hora después y se detuvo a prudente
distancia de los humanos. Miró a los integrantes de la familia con expresión
lastimosa. Era un gato blanco, grande y musculoso. Tenía manchas grises en la
parte superior de la cabeza. A primera vista parecía triste.
El padre le dio un pedazo de carne que el gato atrapó
antes de que llegara al suelo y engulló rápidamente. Enseguida desapareció en
el bosque que rodeaba la casa. La madre anticipó que una vez logrado su botín
retornaría a su hogar habitual. Minutos más tarde otro de los niños lo
reconoció cerca del fuego mirando embobado la carne asada. El padre le arrojó
un nuevo bocadillo. En retribución, el gato jugó entre sus piernas y luego se
tendió a disfrutar el calor del fogón.
Durante el almuerzo se conversó sobre su posible
origen. No llegaron a ningún acuerdo, salvo el probable abandono del animal.
Unos decían que era el gato de un vecino y que se había sentido atraído por el
asado. Otro apuntó a que no tenía collar y por lo tanto debía ser un felino sin
domicilio. Y un tercero especuló con la posibilidad de que hubiera sido
abandonado en una de las casas de los alrededores o en la carretera. La falta
del collar también motivo algún debate, pero rápidamente se llegó al acuerdo de
que en el campo los gatos solían andar sin identificación. Sus nombres no era
algo que preocupara a la gente. Lo importante era que alejara a los ratones. El
asunto de los nombres no es bueno ni malo, comentó la madre. Lo importante era
el cuidado y el cariño que debían entregarle al animal.
Después del asado se tendió en la terraza y desde ahí
siguió atentamente el movimiento de la familia. Parecía dormir, pero bastaba un
sonido extraño para que abriera los ojos y alzara la cabeza. Durante un rato
dejó que los niños le rascaran la barbilla, las orejas y su blanca barriga.
La abuela, que era un tanto sorda y por lo tanto se
había perdido parte de la historia del visitante, preguntó si tenía nombre. No
sabemos respondieron los demás, a coro y lo más alto posible. La abuela afirmó
que debía llamarse Adalberto, porque todos los gatos de su vida y su primer
pololo habían tenido nombres terminados en berto. Humberto, Remberto, Alberto,
Roberto, dijo y continuó con una lista de nombres. Ese día no se tomó ninguna
decisión sobre el nombre, pero al siguiente, al llegar frente a la puerta, uno
de los niños gritó: ¡Volvió Adalberto!
Y no solo llegó ese día, sino que todos los siguientes
días de las vacaciones.
El padre dejó de compartir con él la comida familiar y
le compró una gran bolsa de alimento para gatos que encontró en el supermercado
del pueblo. Por las mañanas maullaba pidiendo desayuno. Le servían un cuenco
con alimento y otro con agua. El gato se dejaba acariciar por los niños y
enseguida desaparecía por unas horas para volver al almuerzo. Nunca se supo a
dónde iba. La abuela lo admitió dentro de la casa y hasta le permitió dormir
dentro de su canasto de lanas. Se hizo visita frecuente de los dormitorios y
por las noches, cuando algunos de la familia jugaban carioca, subía a la mesa
para observar las alternativas de la confrontación. Terminado el juego de
naipes lo invitaban a salir de la casa. Pero la invitación no llegó muy lejos.
Al tercer día el gato se adormeció sobre un sillón y nadie tuvo corazón para
expulsarlo. Desde ese momento y ya sin ninguna duda, dejó de ser el gato y pasó
a llamarse Adalberto.
El fin de las vacaciones llegó con la puntualidad de
las cosas que no nos agradan. Una tarde, al regreso de la playa, la mamá indicó
que había que preparar los bolsos y ordenar la casa. El padre barrió las piezas
y guardó en una caja los víveres sobrantes. La abuela ocupó parte de su tiempo
en cosechar manojos de menta, matico, llantén y otras yerbas que crecían en los
alrededores. Los niños jugaron hasta que el sol desapareció en el horizonte.
Solo Adalberto pareció curioso y sorprendido. Dio vueltas por la casa y al
final del día reconoció la fila de bolsos ordenados en la angosta terraza de la
casa. Los olfateó y subió encima de ellos. Por la noche, mientras la familia
dormía anduvo por las piezas, veló el sueño de los niños y hasta sintió
curiosidad por los ronquidos de la abuela.
Por la mañana se acordaron de Adalberto y pese a las
protestas de los niños se decidió que no podía viajar con ellos. Nunca nos
preocupamos de averiguarlo, pero puede que tenga dueño, dijo el padre. En
Santiago nos esperan dos gatos, señaló la madre. La abuela, acostumbrada por su
edad a las pérdidas guardó silencio. Los niños se levantaron de la mesa sin
terminar sus desayunos y buscaron al gato.
Cuando todo estuvo dispuesto para marcharse, la familia subió al auto y el padre condujo hasta el portón. Sobre uno de sus postes estaba Adalberto. Miraba algo desconcertado y seguramente intuyó que no se trataba de una de las tantas salidas familiares a la playa o a otros paseos de la zona. Los niños bajaron la mirada. La abuela simuló mirar las nubes. La madre ordenó sin motivo su cartera y el padre hizo avanzar el vehículo. Adalberto maulló. Tal vez en ese instante todos pensaron que volvería a su vida de gato de campo, corriendo de una casa a otra, pidiendo a su modo algo de comida y cariño. El padre miró a los suyos por el espejo retrovisor. Retrocedió el vehículo unos metros, abrió la puerta de su lado y llamó al gato por el nombre que le había dado la familia. Así entró Adalberto en su vida.
(Ñancul,
23 de marzo, 2021)