Recuerdo esto. La tarde de
un día cuando tenía seis o siete años. En la televisión pasan una película de
ciencia ficción. Una expedición espacial se encuentra varada en un planeta de
pesadilla y la tripulación desaparece paulatinamente producto de la trama. En
una escena, un miembro de la expedición permanece oculto contemplando una visión
dantesca. Dos enormes monstruos en stop motion se
dan de mamporros. El caso es que la escena es chistosísima, alejada ya en el
tiempo, pero dejó un estupor y horror en mi imaginario. En el momento culminante,
el monstruo con forma de banana es absorbido por el monstruo con forma de
tacita de café. El pataleo desesperado del primero me produjo un escalofrío que
bajó y subió por mi espina como una ola en un estanque. Una escena descarnada
de ferocidad y dolor que se me atraganta hasta ahora. ¿Quién podría imaginar
tanta pesadilla? ¿A quién se le ocurren todas estas cosas?
¿A quién podría
ocurrírsele los parámetros de una fauna inexistente? Efectivamente es un
ejercicio constante de diversas personas a lo largo del tiempo. En la vasta
extensión de la imaginación, hay un lugarcito especial para inventar zoológicos
e invernaderos. Tan tempranamente como 17 000 años antes de Cristo, en
Lascaux, Francia, existió un artista que dibujó en el muro de piedra de su
caverna una secuencia de toros, bisontes, caballos y ciervos con una exactitud
que llama la atención. Era una persona talentosa e imaginativa que quiso
retratar su mundo. No existe claramente una narrativa, pero en la entrada al
sistema de cavernas hay un cazador y luego está la fauna que parece huir de él.
La primera gran historia de la Historia es un cómic. En la sección del
divertículo axial de la caverna, se encuentra el ciervo negro que, a diferencia
de la claridad de las otras especies dibujadas, posee una cornamenta única que
se proyecta fantásticamente por sobre su cuerpo como en un dibujo fractal.
Inmediatamente uno se acuerda del espíritu del bosque, que aparece en La Princesa Mononoke (Estudio Ghibli, 1997). Una presencia
imponente y fantasmal que mora en lo profundo de la foresta, que asemeja un
ciervo con cara humana y múltiples cuernos, que representa al ecosistema y es
frágil y etéreo. Sin embargo, hay quien postula que es una representación del megaloceros, un ciervo gigante de dos metros que moró
Eurasia a fines del Pleistoceno. Y agregando más fantasía circunstancial al
asunto, las pinturas de Lascaux fueron descubiertas por un grupo de chicos que
buscaban al perro perdido de uno de ellos. El perro se llamaba Robot.
En 1501, Piri
Reis (1465-1553/1554) comenzó su travesía por la cartografía a partir de un
mapa de Cristóbal Colón encontrado en un barco capturado. La concluyó en 1526,
con una dedicatoria al sultán reinante tal como sigue: «Un astrónomo llamado
Kolón […], que salió en busca de Antyle […] y la descubrió». Pero no solo esa
fue su fuente, sino que Reis invoca a «los antiguos reyes del mar», que quizás
le susurraron la existencia de la Antártida, que se aprecia en el mapa, y que
en ese entonces era desconocida en Europa. Y el cartógrafo también invoca el
comodín de aquellos antiguos reyes cuando aparece una pareja de animales
antropomorfos danzando descaradamente en la tierra allende el mar, un
melancólico ser con cabeza de perro devorando una manzana o un corazón, y un
muy alegre saltarín con el rostro en el estómago y el pelo incendiado. Aquí
aparece un concepto libre de límites que es la terra
incógnita, en donde la humanidad de diferente antigüedad llenaba el
vacío del conocimiento con especulación salvaje.
Y si bien las
tierras parecen contener una cierta benévola recepción, no ocurría lo mismo con
los mares. En su mapa del mundo de 1558, el cartógrafo alemán Casper Vogel
llenó las aguas de criaturas de aspecto amenazador, que embisten a las
embarcaciones, e incluso de islas que solo estuvieron en su imaginación. Una
explicación de ello es lo que Chet Van Duzer, un historiador actual de la
cartografía, da en llamar horror vacui. Frente a la
falta de información, por ignorancia propia o un déficit de exploración, los
cartógrafos de los siglos XVI y XVII llenaban con ilustraciones los espacios
vacíos del mapa para que no pareciera una deuda de arte. Una segunda
interpretación es que los artistas se debían a sus mecenas, que demandaban un
producto digno de sus bibliotecas; el resultado tenía por fuerza que ser
lujurioso y pomposo.
Pero existe una tercera arista.
La travesía marina en esos siglos era siempre una aventura que podía terminar
mal. El mar se llevaba las vidas de muchos marinos y los que sobrevivían
advertían cuán peligrosas eran las aguas. Estos testimonios llegaban a oídos de
los cartógrafos que los transformaban en vida marina y agua turbia. En su Carta
Marina de 1539, Olaus Magnus (1490-1557) dibujó una gigantesca langosta
portando un hombrecillo en una de sus tenazas, como un trofeo por el ataque a
un barco. La imagen emocional hacia el océano era de terror y advertencia.
Fuera de la
cartografía, en donde más ha florecido la zoología fantástica es en la
literatura. En El Quijote se hace alusión a
unicornios y endriagos, al ave fénix y a la «zebra». Nuevamente proyectando la
experiencia de la época, muchas veces insuficiente, los autores reinterpretaban
los relatos orales de viajeros de otras latitudes a su propio arbitrio. De esta
manera, un rinoceronte se convertía en un unicornio y un basilisco, en un
dragón. El caso de la «zebra» que aparece en el capítulo 29 es interesante
porque no se refiere a la cebra nuestra de todos los días, sino —según
investigadores— a un equino que vivió libre en la península ibérica, pero fue
llevado a la extinción por la tala de su medio ambiente y la caza. Más
fantasioso es el relato de Sancho, al montar junto a su señor el caballo
Clavileño el Alígero. Un caballo de madera, una broma pesada que asegura a nuestros
héroes que vuelan en una misión caballerosa, aunque la condición es que lo
monten con los ojos vendados. Luego del vuelo, Sancho asegura haber visto en un
momento, allá abajo, un atado de cabras de colores.
Y de Cervantes
pasamos a Jorge Luis Borges (1899-1986), quien declaraba que le apasionaba la zoología
y estaba al tanto de la taxonomía de especie-género-familia-orden que Carlos
Linneo bosquejó en el siglo XVIII. Él mismo decía: «La literatura es, después
de todo, una monstruosa serie de imaginaciones». Con estos laureles acometió en
1957, junto a Margarita Guerrero, El libro de los seres
imaginarios, un compendio de fauna mágica-maravillosa, cuyas referencias
vienen de la literatura misma, como la historia sobre la criatura que canta
maravillosamente, negra, lisa y brillante, y con mirada huidiza, que sale en Perelandra, un viaje a Venus, el segundo libro de la
trilogía de Ransom, de C. S. Lewis. O referencias de dudoso origen, como la
enciclopedia china Emporio celestial de conocimientos
benévolos, que cataloga a los animales como: «a) pertenecientes al
Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f)
fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se
agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo
de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos
parecen moscas». Conociendo que Borges rompía constantemente los moldes de la
verosimilitud, uno no sabe si las referencias también pasan a formar parte del
juego de la invención. La escritura misma se transforma en una bestia
fantástica y nueva porque recontextualiza los relatos, los despoja de sus
autores y los extrae de su contexto original. Lo que le interesa a Borges es lo
fantástico que hay en ellos.
En este catálogo,
que pretende tener la rigurosidad de la Academia, se dan cita sueños de
autores, criaturas bíblicas y paganas, la fauna de los Estados Unidos como si
fuera aún una terra ignota, y parte con un gancho a
la quijada que siempre recuerdo. El Á Bao A Qu es una bestia invisible que
sobrevive lacónicamente en el primer piso de la Torre de la Victoria, en
Chitor. Es revivida por los pasos de quienes suben la escalera de caracol hacia
la azotea y los comienza a acompañar. A medida que suben, la energía del
visitante hace que el cuerpo del Á Bao A Qu tome forma y se pueda observar sus
múltiples ojos y tentáculos. Si el visitante es un alma pura, la criatura podrá
llegar a la azotea y sentirse irredento. De otra forma se congela y, cuando el
visitante baja, vuelve a su estado invisible, como una lámina de gelatina a los
pies de la escalera. Bien, El libro de los seres
imaginarios no es una enciclopedia, pero es un ejercicio increíble de
cómo la imaginación humana ha intentado llenar el territorio en blanco.
Dentro de la
literatura, los géneros fantásticos se han dedicado consciente y
consistentemente a la zoología fantástica. Aquí la misión ya no es suplir una
falta de información, sino a especular la vida en condiciones no terráqueas.
Con mayor o menor ciencia, durante décadas, las historias de género fantástico
han empujado las fronteras de la imaginación humana. Algo de eso ya vimos
cuando Borges toma como guía a C. S. Lewis. En 1979, Wayne Barlowe (1958), un
joven ilustrador, inició el proyecto de ilustrar los más notables seres
imaginados por la ciencia ficción. El resultado fue La guía
Barlowe de extraterrrestres, que toma criaturas de cincuenta obras para
crear 150 ilustraciones. Ordenados en forma alfabética, Barlowe interpreta
desde las palabras a habitantes de planetas distantes. Su fascinación por la
biología viene de familia, dado que madre y padre fueron ilustradores de
historia natural, y su relación con el mundo siempre fue visual. Pensaba que no
eran suficientes las palabras para detallar extremidades y funcionalidades;
traerlos a la vida en color era lo espectacular. No fue fácil armar el
zoológico, pero ya tenía en la cabeza años de lecturas de ciencia ficción.
Quería formas que lo desafiaran, que representaran cada tipología biológica
importante como exoesqueletos, tentáculos, alas. Está el llorador, que aparece
en Conscience Interplanetary, de Joseph Green, y
asemeja un arbusto esquemático de cristal y metal de dos metros de alto, que ha
creado un parlante con el cual puede comunicarse con la Humanidad. Está el solaris
de la novela homónima de Stanislaw Lem, considerado un planeta sentiente y con
el cual es imposible establecer comunicación, debido al estrecho rango de
percepciones que la Humanidad maneja para comprenderlo. Están los superseñores,
de El fin de la infancia, de Arthur C. Clarke, que
son seres que despiertan en los seres humanos las imágenes del Diablo y el
Infierno por una buena razón. Está la madre, de Extrañas relaciones,
de Philip José Farmer, un organismo inteligente y grande como una casa que
puede recibir otros organismos en su interior, en una relación simbiótica, y
que gatilla conflictos uterinos en el protagonista humano. Barlowe consiguió un
reconocimiento inmediato por su obra y luego dedicó esfuerzos a la ilustración
paleoartística, de dinosaurios y fauna prehistórica. Paradojalmente, igual un
ejercicio fantástico, a pesar de que el conocimiento haya avanzado bastante en
esta área.
Y sentado como estaba, esa tarde de mi infancia, todo horrorizado, seguía mirando la batalla de bestias imaginarias. No solamente deseaba saberlo todo de ellas, sino también de todo lo que las rodeaba. Llenar el espacio en blanco, saber si existían tigres o dragones. Porque en terra ignota, lo maravilloso siempre ocurre y siempre necesitamos cucharadas de aquello para encantar la vida.