Grandes diaristas fueron
Franz Kakfa, Lev Tolstói, Léon Bloy, Cesare Pavese, pero llegamos hasta ellos
estrictamente porque edificaron un camino basado en sus obras literarias. Por
eso parece un milagro que El diario de un
hombre decepcionado (1919), escrito por Bruce Frederick Cummings
(1889-1919), bajo el pseudónimo de W.N.P Barbellion tenga altos momentos
descriptivos, literarios y filosóficos, siendo que en vida solo publicó esta
obra, pues falleció a los treinta años. La excepcionalidad del relato radica en
que Barbellion no fue un explorador de la Amazonia ni un asesino a sueldo; fue
gracias a un mal congénito, la esclerosis múltiple, enfermedad crónica que lo
llevó a corta edad a la tumba.
Su diario está salpicado
de retruécanos propios y paráfrasis de otros poetas o escritores,
principalmente británicos, pero también italianos y franceses, muchos
conocidos, como R.L. Stevenson o Rudyard Kipling; pero también vale mencionar a
los olvidados, como Oliver Goldsmith, George Gissing o William Ernest Henley,
que en su época fueron realmente famosos y vendían a raudales, y a los que hoy
pobremente podremos reconocer en una entrada en Wikipedia. Las alusiones a
obras de zoólogos, evolucionistas y fisiólogos es otra delicia de este diario:
aparecen ahí como una inspiración directa, como un modo de ver al mundo. Entre
fines del siglo XIX y comienzos del XX (época en que vivió el diarista) era muy
fuerte la pugna entre la ciencia, representada por el naturalismo y el
positivismo, y las creencias religiosas, fuertemente asediadas por postulados
evolucionistas. Barbellion se siente decepcionado, por ejemplo, cuando lee al
canónigo Tomás de Kempis (La imitación de
Cristo), donde afirma que un hombre no debe inmiscuirse en los misterios de
la divinidad, o cuando asiste a la charla de un hombre que se las da de
naturalista, diciendo que detrás de organismos microscópicos —y no de forma
metafórica— se encuentra escondida la cara de Dios.
Barbellion, sin abrazar el
nihilismo o los fundamentalismos científicos, es capaz de mirar a la naturaleza
y al mundo animal con amor y emoción: «Me enorgullezco de mi herencia simia. Me
gusta pensar que en otro tiempo fui un magnífico ejemplar peludo que vivía en
los árboles y que mi cuerpo procede a lo largo de un tiempo geológico, de la
medusa, de los gusanos y anfioxos, peces, dinosaurios y monos. ¿Quién querría
cambiar eso por la pálida pareja del Jardín del Edén?».
El tránsito entre los
trece y sus veinte años marca el florecimiento y las energías vitales de su
adolescencia: está el joven excursionista que atrapa animales y recorre la
campiña inglesa; el que desea investigar las lombrices y escribir un ensayo
sobre la vida secreta de los gatos; están los deseos de estudiar y seguir una
carrera científica; aparece la sombra del amor; los paseos por los jardines de
Kensington viendo a las bellas muchachas en flor con sus largos vestidos y
sombrillas; las amistades que van apareciendo y deshaciéndose como es natural
en toda vida, pero los golpes que embisten a Barbellion son crueles: primero la
muerte del padre, luego de la madre. Aún no cumple veinticinco y ya las
brújulas y los mapas internos se han borrado. Solo quedan los libros
polvorientos y las amistades. Y acaso el amor.
El
diario de un hombre decepcionado, como podríamos creer, no está repleto de
pensamientos funestos. La descripción que hace de un árbol y cómo este influye
en su ánimo es magistral: «Ayer vi junto a la carretera un hermoso pino albar:
alto, erecto, tan tieso como una columna de Partenón. Solo con verlo recuperé
el valor […]. Enderecé los hombros y avancé, prometiéndome no flaquear nunca
más».
Su visión como naturalista
no lo hace diseccionar al mundo como una anatomía muerta y dispuesta; sabe que
existe el misterio y la sombra, y esos influjos se manifiestan en su vida
cuando empieza a sustituir paulatinamente los libros de ciencia por lecturas de
Antón Chéjov y Guy de Maupassant. Y quizá su formación explique su actitud
vital, muy diferente a la de muchos, pagados de sí mismos, que se creen
indispensables e importantes, y no aciertan a ver que estamos de paso por el
mundo: «Nunca me he sentido instalado permanentemente en esta vida, no soy más
que un difuso sustituto, un espectro, un festón de niebla que desaparecerá en
cualquier momento».