Nacer con el labio leporino no ayuda mucho ni
en la estética ni para relacionarse con los demás niños. Notaba sus miradas
sobre mi labio y no en mis ojos. Tuve todas las papeletas para convertirme en
un niño raro e inadaptado. Bueno, creo que lo fui. Era el único varón en una
familia de cinco hermanas.
Mis
padres no me enviaron a la escuela hasta que cumplí los 10 años de edad.
—Louis,
hijo, expresa tus ideas y tus emociones en estos cuadernos —me dijo mi madre
cuando me entregó unas libretas y unos lápices de colores al cumplir los 6
años.
Hasta que
puede ir al colegio me entretuve pintando, leyendo, paseando por el campo,
observando la naturaleza y, sobre todo, los animales que en ella habitaban. Y
yo los dibujaba. Me encantaba plasmar en sus más mínimos detalles a todos los
bichos que volaban o reptaban.
Y no lo
hacía mal.
Cuando
por fin supe cuál era mi verdadera vocación y tuve la oportunidad de
inscribirme en la Escuela de Arte de mi ciudad, logré darme cuenta de los
defectos de mi técnica y mejoré. Mejoré mucho, hasta el punto de que, con el
tiempo, me convertí en uno de los profesores.
Me dejé
bigote y de esta manera quedaba disimulado mi labio superior. Y dejó de
importarme ese defecto y dejó de importarles a los demás.
Mi estilo
fue cambiando con el tiempo. Conseguí algo difícil: un estilo propio e
independiente.
Mis
animales se reconocían al momento y no solo por mi firma. No me gustó
adscribirme a ninguna corriente o movimiento artístico del momento, como hacían
mis compañeros. Me parecían muy convencionales. Lo sé porque yo fui
convencional en mis inicios hasta que me di cuenta…
Mi padre
murió. Conocí a Emily, una preciosa mujer que trabajaba de institutriz en mi
casa enseñando a mis hermanas. Y pronto dejé de ser profesor. Me independicé de
mi familia y de mi Escuela de Arte.
Se me
daba bien dibujar y pintar paisajes tanto urbanos como rurales. Y también
perros, granjas y árboles. De hecho, en algunas ferias agrícolas, me encargaron
carteles promocionales en los que ilustraba ganado de diversas especies.
Encargos
que me daban de comer.
Y no lo
hacía mal.
Me casé
con Emily. Yo tenía 24 años y ella diez años más. No me importaba. A los que sí
les importaba esta ridícula diferencia de edad era a parte de mi familia y a la
sociedad mojigata que no veía con buenos ojos este matrimonio. Me dio igual.
Juntos forjamos —o, mejor dicho, dibujamos— unos proyectos vitales. Dibujé
mucho para galerías, para ferias, para revistas, para particulares.
En mis
ratos libres, en los momentos más creativos, prefería dibujar mis animales.
Una noche
de tormenta, Emily y yo encontramos en la calle un gatito blanco y negro que
maullaba refugiándose de la lluvia. Le miramos, nos miró y supimos que estaba
destinado para nosotros. Le llamamos Peter. Y lo dibujé. Vamos que lo dibujé.
Y no lo
hacía mal.
Cuando mi
esposa cayó enferma fueron tiempos difíciles. Se le manifestó un cáncer de
mama, justo a los tres años de casados. La llevé a los mejores especialistas,
la acompañé en todo momento y la animé con lo mejor que yo sabía hacer: dibujar
a nuestro gato, Peter, en actitudes cómicas para hacerla reír. Y lo conseguí.
Mi mundo
imaginario estaba habitado por gatos cada vez más listos, más antropomorfos,
más gamberros, más extravagantes, más excéntricos.
Peter,
nuestro gato real, y mis gatos pictóricos fueron un claro apoyo psicológico
para Emily durante su corta enfermedad. A menudo, me sentaba en la cama junto a
mi esposa y comenzaba a dibujar a Peter en diversos ángulos y retratándolo de
las maneras más grotescas que se me ocurrían. Incluso le ponía gafas. Y Emily
reía. Y yo veía que mis dibujos, de alguna manera, tenían una función
terapéutica.
Inspirado
por Peter, lo seguí dibujando a nivel profesional. Emily me pidió de manera
insistente que llevara esos dibujos a diferentes revistas y publicaciones
periódicas. Y algunas me los publicaron. Recibía encargos pagados para que
siguiera pintando gatitos en situaciones ridículas y estrafalarias.
Emily me
decía que era demasiado confiado y me reprochaba que aceptara sin discutir las
ofertas que me hacían, no muy beneficiosas para la cantidad de horas que
dedicaba a hacer esos dibujos.
Y no lo
hacía mal.
Mis
amigos me decían que estaba obsesionado. ¿Obsesionado yo?
No era
esa la palabra. Estaba fascinado porque sabía, de manera intuitiva, que en los
gatos está la auténtica sabiduría.
El ser
humano encuentra en los perros una forma sumisa de obediencia y afecto. Se
requiere de mayor tolerancia, comprensión y apertura intelectual para convivir
con un ser que piensa y actúa por cuenta propia. Los gatos son seres mágicos.
¿Cómo
nadie, salvo quizás los antiguos egipcios, no se ha dado cuenta de que en la
mirada de un gato, en su forma de caminar, en el color de su pelo —e incluso en
sus ronroneos— se esconde un profundo secreto?
Emily no
pudo superar su enfermedad. De nada sirvió el tratamiento. Falleció y yo caí en
una terrible depresión. Descendí a los infiernos para darme cuenta de que o
también moría yo o resucitaba como un nuevo ser, un nuevo pintor, un nuevo
Louis.
Me di
cuenta de que Peter ya no era Peter, un simple gato callejero, y que ahora
Peter era mi gato fetiche que me serviría de conexión para acercarme más a
ella, a mi querida Emily.
No quise
volver a casarme. Peter se volvió mi fuente de inspiración, mi confidente, mi
compañero, mi amigo más íntimo.
Y sí,
reconozco que dibujé más gatos, muchos gatos.
Gatos
realistas, gatos futuristas, gatos indecorosos, gatos caricaturescos.
Fue en
ese momento cuando comencé a representar a mis gatos con características más
humanas, caminando como personas, vestidos de manera elegante y con expresiones
poco felinas.
Iba a las
plazas públicas y a los restaurantes para realizar bocetos en mi cuaderno,
hacía esbozos de gente como si fueran felinos que actuaban como humanos.
En mi
abatimiento, ese era el medio por el cual intenté ridiculizar a la sociedad
inglesa de mi época.
Sí, me
encantaba representar gatos en diferentes posturas y actitudes: fumando o
leyendo o bebiendo té o saludando o jugando al golf.
Y no lo
hacía mal.
La
soledad es una fiera terrible. Decidí vivir en casa de mi madre junto con mis
hermanas, haciéndome responsable de llevar el dinero al hogar y abastecer a la
familia.
No solo me contenté con dibujar y colorear mis gatos. También los moldeé en
cerámica y lo hice a mi manera, con mi estilo propio. Eran mis gatitos
tridimensionales con vivos colores y poniendo mi firma en cada uno. Parecían
gatos, pero no eran exactamente gatos.
Mi
familia se comenzó a preocupar por mi salud mental. Exageraban. Yo me sentía
bien, aunque sufría de ciertos mareos y de vez en cuando tenía ataques de
ansiedad.
Reconozco
que la situación económica iba de mal en peor. No lograba vender ni todas las
ilustraciones ni los gatos de loza necesarios para vivir con una cierta
comodidad en nuestra casa londinense.
Muchos
gatos, pero muy pocos ingresos.
Pintaba
por encargo lo que fuera. Mi nombre era reconocido. Me invitaban a fiestas y
actos públicos. Ilustré libros infantiles y calendarios en los que intervenían
animales domésticos, trabajo ideal para mí.
Y de
verdad que no lo hacía mal.
Decidí
irme a Nueva York para ver si mi suerte cambiaba, para comprobar si allí mi
arte era mejor recompensado con unos mayores ingresos, gracias a un contrato
con los periódicos de la Hearst Communications. Mis historietas de gatos de
ciudad no acabaron de cuajar. Mis ilusiones quedaron frustradas. Regresé de
Estados Unidos antes de lo que yo esperaba, más desilusionado y más arruinado.
Mi mundo
se teñía de grises opacos. Empecé a tener problemas para distinguir la realidad
de mis propias fantasías. Veía cosas que el resto de mis hermanas decían no
ver. Caminaba solo por las noches, buscando algo que no sé definir.
Y se
empezaron a producir más ausencias en mi familia.
Mi
hermana menor, Marie, fue internada en un psiquiátrico por delirios y allí
falleció al poco tiempo. Y más tarde murió mi madre y luego mi hermana mayor,
Caroline, por una maldita gripe en medio de la Gran Guerra que asoló a media
Europa.
Además,
un torpedo alemán hundió el barco que transportaba muchos de mis gatitos de
cerámica a Estados Unidos.
Mi
angustia y ansiedad me sumieron en un oscuro pozo que me impidió pintar y
modelar durante un tiempo a mis gatitos. Estaba muy unido a mi querida
Caroline. Era ella quien me comprendía y tomaba las decisiones en la casa. Era
la que se encargaba de administrar la exigua economía con lo poco que yo podía
aportar con la venta de mis cuadros y lo que me pagaban por mis ilustraciones
en libros de cuentos y revistas.
Es verdad
que estas muertes tan cercanas me llegaron a hundir anímica y moralmente.
Es verdad
que me volví más taciturno. Más retraído y más agresivo.
Es verdad
que me expresaba mejor pintando que hablando.
Es verdad
que hubo un momento en que mis conversaciones empezaron a ser incoherentes,
intentando imitar el lenguaje de los gatos.
Y es
verdad que hubo un momento en que a los gatos ya no los veía como gatos. Yo
veía más allá de su mero aspecto físico. Veía su aura. Veía el alma pura del
gato, su auténtica esencia. Los pinté rodeados de halos de distintos colores y
con una explosión de radiaciones cargadas de luz y sonido. Yo los veía así. Los
oía en mi mente e intentaba reflejar con mis pinceles la energía que
desprendían.
Mis gatos
me pedían ser dibujados, pero no como lo haría cualquier colega mío. No.
Recuerdo
estos últimos años de manera un tanto borrosa. Volví a caer en una terrible
depresión. Tenía alucinaciones. Me medicaron y creo que mostré bruscos cambios
de humor. No recuerdo bien. Prefería la compañía de los gatos a la de los seres
humanos.
Lo que sí
recuerdo es haber acusado a mis hermanas de robarme el dinero o de malvender
algunos de mis cuadros.
Recuerdo
vagamente que no me gustaba la distribución de la casa, me parecía poco
armónica, y empecé a mover muebles a distintas horas del día y la noche para
alejar espíritus enemigos que me estaban acechando, que se escondían en el
interior de algunos muebles y que querían hacerme daño. Menos mal que mis gatos
me protegían, aunque Peter ya no estaba allí.
Lo que
mejor recuerdo es que seguí dibujando formas gatunas, pero ya no eran gatos. Ya
os lo he dicho. Eran animales sagrados con formas angulares, gatos geométricos,
gatos psicodélicos.
Mis gatos
iban sufriendo metamorfosis, como yo. Sobre todo, en sus miradas. Quería que
sus ojos reflejaran su angustia o su desafío. Y tal vez eran mis angustias y
mis desafíos ante la vida que tenía por delante. Utilicé colores más fuertes
porque quería que sus rasgos se difuminaran en una infinidad de formas
abstractas, de curvas y de fractales.
Y no lo
hacía mal.
Esos
ojos… Os revelaré una confesión muy íntima. Mis gatos, una vez pintados,
cobraban vida, lo sé, y me susurraban cosas al oído. Me ponían en contacto con
Emily, con mi madre, con Marie, con Caroline.
Cada
noche mis pinceles eran antenas y mi paleta de colores era mi código para que
cada gato llevara un mensaje de amor a mi querida Emily.
Acabaron
internándome en un hospital psiquiátrico, dicen que por agredir a una de mis
hermanas; dicen que por decir cosas extrañas. Yo no lo recuerdo así.
Fueron
ellas y los espíritus los que me agredían a mí y nunca entendieron ni mi arte
ni mi forma de expresar la realidad.
Mi vida
se ha limitado desde entonces a pasar de un hospital a otro. Así llevo muchos
años. Eso sí, siempre en compañía de mis gatitos. A todos ellos les he puesto
nombre, pero no os los puedo revelar, pues sus nombres serán siempre secretos.
Me decían
que estaba loco. ¿Qué entenderán mis hermanas y los médicos por locura?
¿Acaso
dibujar gatos de manera constante es estar privado de la razón? Qué sabrán
ellos de todo lo que me han comunicado mis gatos sobre la vida, sobre el mundo
y sobre la muerte.
Algunos
pacientes de este hospital en el que ahora me encuentro me dicen que mis gatos
se mueven en el lienzo y que parecen venir de otro planeta. No están muy
desencaminados. Lo malo es que ellos sí que están locos.
Espero
salir pronto de este lugar, espero que este cuaderno no desaparezca para
siempre en la bruma del olvido porque aquellos que miren a los ojos de mis
gatos verán que realmente no son gatos. Cuando observen esos ojos, comprenderán
los profundos secretos del universo que tal vez solo los antiguos egipcios
llegaron a entender y por eso momificaron a sus gatos.
Y no lo
hacían mal.
Nota del traductor:
Este manuscrito fue encontrado de esta manera,
sin firma, dentro de un sobre manila junto a un extraño dibujo. Fue localizado
entre los dosieres y libros de un médico psiquiatra, el doctor Smith, cuya
clínica estaba en la localidad de Hertfordshire. Se atribuyó su autoría al
pintor británico Louis Wain (1860-1939), aunque algunos especialistas no están
totalmente seguros de que sea así y opinan que es un texto apócrifo que le
quieren adjudicar.
Lo que sí se sabe es que las hermanas de Wain lo internaron en 1924, a
la edad de 64 años, en el Springfield Mental Hospital, un sanatorio para
enfermos mentales con pocos recursos económicos. Sin embargo, Louis Wain era ya
lo suficientemente conocido en ese tiempo como para que su precaria situación
se hiciera pública y, entonces, el primer ministro inglés de la época gestionó
su traslado al Napsbury Hospital, al norte de Londres, un sitio mucho más
decoroso y confortable con extensos jardines… y con gatos.
Louis Wain pasó los restantes quince años de su vida recluido en esa
institución, donde siguió pintando extraños gatos hasta su muerte. Lo llamaban
«el loco de los gatos». Los expertos en arte han reconocido que su serie de
gatos en estos últimos años siguen una secuencia y que poseen una coherencia.
No son pocos los que creen que esconden un código oculto que aún no ha sido
descifrado.