No, yo no quería libertad. Quería únicamente una
salida
Franz Kafka: «Informe para una Academia»
El ejercicio de ver las
noticias a veces se convierte en un titánico adiestramiento para sobrevivir a
lo impensable. Un par de números atrás (La Gata de Colette 29), reflexionábamos a partir de los apocalípticos informes
desde Ucrania, envidiando la serenidad de un gato doméstico ante los desastres
anunciados. Todavía no superamos la embestida viral que hizo naufragar muchos
de nuestros sueños en el océano de la pandemia, encabritado por la estupidez de
la guerra, cuando el horizonte informativo nos trae un nuevo enemigo invisible,
al parecer bajado desde las alturas de los árboles africanos: la «viruela del
mono». ¡Un poco de tregua, por favor!
Esta patología, también llamada viruela símica, es una
zoonosis (enfermedad provocada por un virus transmitido de los animales a las
personas), propia de zonas selváticas africanas que afecta a los humanos de
manera incidental. Por esas cosas de la globalidad, de un momento a otro, ya se
instaló en nuestras casas, al menos como tema de conversación, por ahora. Al
comienzo jocoso, quizás, y ya preocupante por el número de casos y las dudas
que las teorías conspirativas nunca terminan de levantar: ¿de qué mono estamos
hablando si lo que se sabe es que el vector son los roedores cercanos a los
primates? «Se considera que los roedores son el principal reservorio del
virus», indica la página oficial de la OMS, señalando que el 2003 se
confirmaron los primeros casos fuera del continente africano. «La mayoría de
los pacientes había tenido un contacto estrecho con perros de la pradera
domésticos que habían sido infectados por roedores africanos importados a
Estados Unidos».
Por tanto, parece plausible hacer un llamado a
exculpar a nuestros primos cercanos, los primates, eximiéndoles de culpa de
—seguramente— otra estupidez humana. Ya bastante se les estigmatizó con la
aparición del VIH en los ochenta como para volver a poner en duda su buen
nombre, que no es «mono», como se le designa a toda la vasta familia de los
primates y simios, ya que el vocablo mono no es una categoría taxonómica precisa que identifique a una especie o
subespecie de primate. Es una de las tantas reducciones lingüísticas que los
primates humanos usamos para simplificarnos la vida, renunciado a un
conocimiento más detenido y detallado de la selva que nos circunda. Cosas de
primates lampiños que vamos declarándole la guerra a la naturaleza y al prójimo
con ese rudimento de arma que llamamos palabra, como nos retrata José Joaquín
Fernández de Lizardi (1776-1827), intelectual angular del libertarismo de las
independencias latinoamericanas del siglo XIX:
[…]
Eres Mono, aturdido,
y Mono como todos,
aunque por raros modos
te quieras disfrazar con el vestido.
Con este desenfado,
lo mismo diría yo
al rico que creyó
que no es igual al pobre desdichado.
De un padre descendemos;
mil pasiones sentimos;
enfermamos, morimos
todos y ser iguales no queremos.”
(J.J. Fernández de Lizardi: «El mono vano».
Fragmento)
Ese padre común, que
tanto anhelaba el romanticismo de fines del siglo XVIII, manifestado en su
máxima expresión en la «Oda a la Alegría» de Schiller, musicalizada para la
inmortalidad por su amigo L. V. Beethoven, nos recuerda la ancestral búsqueda
de un principio que, si no puede unir toda la creación, aúne lo humano al
menos. ¡Quién fuera Hánuman! («el que tiene la mandíbula grande»), el dios mono
venerado por los hindúes, para dar con la palabra exacta con la cual vernos a
la cara como semejantes, o al menos callar ante el misterio infinito detrás de
la mirada del otro primate, humano o no.
Considerado por la mitología hindú como el máximo
erudito de la gramática, el que domina el conocimiento de los libros sagrados y
de los ancestrales textos de ética y enseñanza de cómo vivir, Hánuman es además
símbolo de la lealtad, del valor, de la humildad y abnegación, así como de la
amistad desinteresada. Su imagen aparece en India en casi todas las
instituciones oficiales que tienen su razón en el servicio a los demás. Experto
en Letras y en humanidad, es todo lo contrario a un rancio miembro de la
Ilustración academicista, de esos que todavía vemos dictando cátedras inconexas
con la realidad.
Este divino simio fue occidentalizado en El mono gramático por Octavio Paz (Premio Nobel de
Literatura 1990), en un texto híbrido del ensayo, de la poesía y la crónica. En
este poema en prosa, el lenguaje aparece como un terreno resbaladizo, por no
decir un pantanal, por el que hay que transitar con demasiado cuidado. Sí, para
el Nobel mexicano el lenguaje es una ruta por la cual nos acercamos-alejamos de
lo que tenemos ante los sentidos, algo que tenemos que desarmar: «Destejer el
tejido verbal: la realidad aparecerá (Dos metáforas.) ¿La realidad será el
reverso del tejido, el reverso de la metáfora —aquello que está del otro lado
del lenguaje? (El lenguaje no tiene reverso ni cara ni lados.) Quizás la
realidad también es una metáfora (¿de qué y/o de quién?). Quizás las cosas no
son cosas sino palabras: metáforas, palabras de otras cosas. ¿Con quién y de
qué hablan las cosas-palabras?».
Preguntas complejas como la imagen breve del célebre
haiku de Hakuin Ekaku, el zen master japonés (1686-1769):
El mono intenta alcanzar
la luna en el agua.
Hasta que la muerte llegue a él,
nunca se rendirá.
Si se soltara de la rama y
desapareciera en la profundidad del estanque,
el mundo brillaría
con luz purificadora.
Este mono nipón nos
recuerda que como primates que somos, nos seducen las cosas que brillan: el
último modelo de teléfono, el auto de alta gama, la vida glamurosa del influencer, el espejismo del exitismo, todas las
lunas que brillan ante el estanque de nuestros ojos. Nada más que palabras
reflejos de lo que solo se alcanza soltando la rama del ego. Reflejo o eco de
un tintineo de cadenas, en los versos de Wislawa Szymborska (Premio Nobel de
Literatura 1996), al mirar el paradigmático cuadro de Pieter Brueghel Dos Monos (1562), donde un par de misteriosos
simios encadenados son el eje de la composición y de uno de los más
interesantes misterios del arte:
[…]
Me examino de historia de la gente.
Tartamudeo y me atasco.
Un mono clava en mí su mirada y aguza irónico
el oído,
el otro finge dormitar,
y, en el silencio que sigue a la pregunta,
me sopla la respuesta
con un débil tintineo de cadenas.
(W. Szymborska: «Los dos monos de Brueghel». Fragmento)
La historia del mundo no
soporta la mirada de un simio, insiste Szymborska en estos versos:
Expulsado del Paraíso antes que el hombre
por tener unos ojos tan contagiosos
que, al pasear la mirada por el jardín,
hundía en una tristeza imprevisible
a los mismos ángeles.
[…]
En las fábulas, solitario e inseguro,
llena el interior de los espejos con sus muecas,
se burla de sí mismo, es decir, nos da un buen ejemplo,
a nosotros, de quienes sabe todo, como un pariente pobre,
aunque no nos saludemos.
(W. Szymborska: «Mono». Fragmentos)
¿Quién no ha sentido un
cierto estremecimiento al ser mirado por un primate? Hay en ese mirar cómplice
de «pariente pobre» y sabio, como nos lo recuerda Enrique Lihn en el poema de La pieza oscura (1969), una invitación a volver a
un estado primigenio que hemos perdido:
[…]
el mono espera en su cátedra
para enseñar al hombre la gracia original, la impudicia, la
alegría, la ternura originales,
el desdén por la miseria en que lo educa su locura,
(E. Lihn: «Zoológico». Fragmento)
Algo similar nos dice el
destacado poeta mexicano José Emilio Pacheco (1939-2014), en «El espejo de los
enigmas: los monos»:
Cuando el mono te clava la mirada
estremece pensar si no seremos
su espejito irrisorio y sus bufones.
(J. E. Pacheco: tomado de No me preguntes cómo pasa el tiempo)
Como nos dice Octavio
Paz, ante la división que el lenguaje hace de la naturaleza, por las palabras
que nos indican las cosas, no alcanzamos a tocar la esencia de esas cosas. Al final,
nos quedamos con el consuelo de los espejitos de Pacheco, los signos, que es el
mismo «bosque de la vida» del gran Leopoldo María Panero (1948-2014), donde
concurren el salto de los monos y la vacuidad de la palabra:
La poesía destruye al hombre
mientras los monos saltan de rama en rama
buscándose en vano a sí mismos
en el sacrílego bosque de la vida
las palabras destruyen al hombre
[…]
(L. M. Panero: «La poesía destruye al hombre».
Fragmento)
Panero, famoso por su
«malditismo», nos enfrenta al desengaño al desconfiar de la palabra porque nos
alejan de las cosas en su estado de gracia original, al que sí accederían los
primates no humanos. Como diría Platón, solo vemos las sombras de la realidad,
espejismos sobre los cuales hay que avanzar para encontrar el sentido de la
vida:
[…]
Caminaste como un mono infatigable entre los
dioses
pues sabías —o tal vez no— que el Triunfo desplegaba
sus armas bajo la caverna de Platón: imágenes,
sombras sin sustancia, soberanía del vacío.
[…]
(Roberto Bolaño: «El mono exterior». Fragmento)
La relación inacabada que
tenemos con nuestros más próximos parientes la refleja de forma sutilmente
cómica nuestro poeta Manuel Magallanes Moure (1878-1924), injustamente relegado
a la ya muy dudosa categoría de «amor platónico» de Gabriela Mistral. En La jornada, de 1910, se adelanta al mismísimo
Franz Kafka con su celebérrimo «Informe para la Academia» (de 1917), donde
también se pone en escena el proceso de domesticación que Moure realiza con la
historia de Maese Salomón, un simio que por las artes del amaestramiento
parisino llega a convertirse en todo un dandy. Lamentablemente para tan
ilustrado personaje, al volver a la selva la naturaleza se le hace lejana e
incluso aviesa enemiga. Una vez sufridas las primeras penurias en lo que
debiera ser su hogar se duerme y:
[…]
De súbito una lluvia de nueces y avellanas
turbó el profundo ensueño de Salomón. Cercanas
risas rodaron entre las hojas y crujidos
de ramas que se tronchan y toses y ahullidos. (sic)
Era una alegre ronda de aventureros monos
que con agudas voces de discordantes tonos
expresaban la más profunda admiración
ante la extraña facha del pobre Salomón.
Este, al oír aquella formidable algazara
quedóse atentamente inmóvil; por su cara
gesticulante y cómica pasó como un reflejo
de luz; miró a los lados, estiró el entrecejo
y tendiendo a lo alto sus expresivas manos
exclamó en un arranque supremo: ¡Mis hermanos!
No obstante, al igual que
esas mascotas humanizadas que patéticamente hacen posar para las redes sociales
con indumentarias humanas, se ha convertido en un ente extraño para su entorno,
y el anhelado encuentro fracasa:
Otra lluvia de nueces y otro coro de toses
y de risas y un nuevo rumorear de roces
fue la contestación a aquel grito de amor.
Y los monos siguieron su alegre ronda por
las regiones arbóreas, brincando entre el follaje
como una loca banda de demonios en viaje.
[…]
Estamos en un viaje sin
retorno. Humanizarse, en todos los sentidos, desde el más trascendente y
elevado hasta los más siniestros, es una condena a perpetuidad a través del
látigo del verbo que no merecen los demás primates, ni ningún animal. Dejémosle
el privilegio que tienen, la libertad y no el mezquino indulto de una salida de
escape del indescriptible mundo donde las ciencias de la salud ya no dan abasto
para proteger al mono más indefenso, pero más hostil en el planeta de los
simios. Ya saben cuál.