Me acompañó por casi veinte años, es decir, un trozo importante de mi vida. Apolo, el gato Kapong, Costa Pinto, Gatusalén, fueron sus principales nombres. Sobre todo, Apolo, el dios de la belleza y el sol. Recuerdo vívidamente cuando una amiga lo trajo a mi casa. Me robó el corazón de inmediato ese gato de meses, rubio, de pecho blanco, cola florida y que olía a leña, ya que venía de una parcela del profesor Humberto Águila. Desde ese día se convirtió en un hijo, un amigo, un compañero. Entre los dos existía una comunicación inquebrantable basada en el cariño y, a su vez, en la contemplación. Nos acompañamos en momentos muy duros. Quienes aman a los animales me entenderán.
Con el paso de los años conoció mis cambios de vida
y de casa, a mis amigos, a un sector importante de la literatura chilena
contemporánea, a personajes de la vida política (incluso al presidente electo)
y compartió en regadas tertulias y también en mis jornadas silenciosas de
lectura y escritura, donde parecía casi involucrarse con los personajes que
urdía mi imaginación. Durante los siete meses que estuve en España, me acompañó
en mi trabajo de tesis como si fuese mi ayudante y, en realidad, muchas veces
fue mi salvador en esos días de soledad y agotamiento mental en un departamento
salmantino. Conoció aeropuertos internacionales, escuchaba música, le gustaba
la buena mesa, una sola vez me trajo de ofrenda una pequeña lauchita, ganó el
primer lugar en un concurso de felinos realizado en una Compañía de Bomberos.
Apolo maullaba reclamando sus derechos y durmió casi
siempre a mi lado, desde cachorro.
Al transcurrir de los años, sobrevivió a otros gatos
que le hicieron compañía como Anastasia, Pandita, Mr. Darcy y quien lo sobrevive,
la gatita Laura Palmer. Se fue volviendo un tipo señorial y parsimonioso que
más de alguna vez planeó y ejecutó fugas al estilo conde de Montecristo. No
obstante, pese a ese lado carcelario-novelesco tenía en sus modales algo
principesco y tuvo una importante colección de corbatas que lucía con mucha
prestancia, emanando cierta luminosidad en los ojos cada vez más acuosos por la
senectud. Siempre tuvo tanta donosura que hasta una vez quijotescamente lo armé
caballero. En una oportunidad, el escritor Ramón Díaz Eterovic me invitó a una
antología de cuentos sobre gatos y yo fabulé que la puertita de su patio era
una ventana dimensional a otro tiempo, en el cual Apolo era un señorón radical
de bastón y levita en los tiempos del Frente Popular, que se la pasaba en
clubes y condumios.
Veinte años es mucho tiempo, aunque nunca se está preparado para soltar a tu mascota. Sé que hay gente que condena que uno humanice a los animales, aunque la mayoría de las veces es al revés: ellos nos terminan humanizando. Sólo agradezco a la vida el que nos hayamos encontrado en un recodo del destino. Nunca lo olvidaré. Ya extraño su presencia en la casa. Gracias por todo. Descansa, niño hermoso.