Escritora, dramaturga
y lectora impenitente, cuenta cómo los libros han sido un estímulo vital para
ella. Reivindica la importancia del texto en el teatro y, con emoción, comparte
lo vivido con el conejo Máximo.
Lo primero que cautiva en Flavia Radrigán es su tremenda sonrisa:
amplia, generosa y sin pudores. Luego su pelo, que corona su cabeza con
abundantes —y a veces indomables— rizos. Finalmente, su sencillez algo
campechana, rasgo que —junto con el sentido del humor— compartió con su
reconocido padre, Juan (1937-2016). Aunque primero se decidió por la pintura,
un poco para soslayar la creación literaria tan unida al apellido Radrigán,
finalmente terminó convertida en una escritora por derecho propio.
Y si siempre estuvo rodeada de libros, por influencia de Juan, su padre, también estuvo rodeada de animales, por virtud de su madre (que luce la misma bella sonrisa que Flavia): «Puedo decir que en mis primeras etapas los animales no humanos fueron muy cercanos, ya que tengo una madre a quien siguen los perros. Era impresionante verla cuando iba al matadero. Perros callejeros, que ladraban a cuanto se movía, la acompañaban de ida y de vuelta y se le subían para abrazarla. Si no tuviera fotos no lo creería».
Pero eso no es todo, hay más recuerdos: «En casa, ella tenía aves,
gatos, llegó a tener una gallina junto a una araña pollito. Por mi parte
cooperaba con la Faustina, una gata tuerta y gris. Al salir de casa, siempre
corrían cuatro patitas a tu lado. Luego con mis hijos llegaron ocho gatos. De
Lucas I a Lucas VIII. Los abuelos paternos de mis hijos vivían en Lo Gallardo,
con corderos, chanchos, patos, pollos».
¿Recuerdas libros que
te marcaran o se quedaran en tu cabeza donde aparecieran animales no humanos?
La primera imagen de infancia que recuerdo con respecto a no humanos fue
la de Papillon. Si bien en la novela
de Henri Charrière no hay animales no humanos, la idea de la mariposa, sus
metáforas y el apodo de papillon (que significa mariposa) me siguió por mucho
tiempo. Luego está Kaa, la serpiente de El
libro de la selva. Vivir entre animales y poder conversar con ellos me
hacía tener sueños maravillosos, incluso llegar a pensar que podía comunicarme
con ellos. Así conocí a Jack London, que con Colmillo Blanco contribuyó con lo suyo. En mi adultez la
incomparable Moby Dick, el Quijote de Herman Melville, dejó la
mayor huella literaria que tengo.
Cuando piensas en ti,
¿cómo lo haces? ¿cómo escritora, dramaturga o pintora?
Cuando pienso en mí generalmente evito los rótulos y culpas católicas
heredadas de otro tiempo, para poder sentir que soy un todo y que puedo hacer
todo lo que quiero; que pintar y escribir no son excluyentes, que hacer
calzones rotos tiene la misma importancia y entrega que busco para todas las
cosas. Así es que trato de hacerlo con la mayor humildad posible, sin dejar de
lado el placer. Si fuera yogui creo que me pensaría desde el vacío que otorga
todo lo posible.
¿Qué autores te han
influenciado (o enamorado) más, aparte de tu padre?
Ahí paso a la narrativa. Los amores que recuerdo más profundamente son a
Stefan Zweig, que me dio vuelta con sus relatos; ya un poco más grande a
William Faulkner, Cormac McCarthy, Paul Auster y Erskine Caldwell. Ahora, en mi
adultez, me transformé en poliamorosa.
¿De dónde brota tu
escritura? ¿De tu cabeza, de tus vísceras, de tu corazón?
A esta altura de la vida creo tener un poco más de claridad para
entender que la escritura es mi forma de hablar. Brota de mi necesidad de
comunicación. Me resulta mucho más fácil y placentero decir las cosas en ese
encadenamiento de diálogos, que puede decir lo que soy incapaz de expresar.
Brota para que lo denunciado o las historias que deben ser contadas no mueran
al terminar una temporada. La letra escrita es infinita, vuela por sí sola, no
la pueden invisibilizar.
Cuéntame qué ritos
necesitas para escribir.
Hace un tiempo comía chocolate, pero tuve que cambiar el rito porque ya
no me cabía el pantalón. Ahora necesito de mi espacio privado, no me gusta que
me interrumpan. Antes de escribir leo y fumo, o también escucho música y me
lanzo a tirar palabras sueltas.
Haces clases, igual
que yo. ¿Qué pasará que el alumnado no lee?
Esa pregunta ronda en mi cabeza desde hace mucho. No tengo una respuesta
sólida, solo puedo suponer que no han estado cerca de personas que leen, que en
sus casas no había libros, que para sus cumpleaños no les regalaban libros, que
fueron a un colegio donde la lectura era remplazada por otra actividad más
popular, que nadie los llevó a tocar libros a una librería. Lo siniestro ganó,
los alumnos no tienen imaginarios ni los buscan. Para mí es una tragedia.
Cuando hago clases no puedo citar referentes sin tener que explicarlos, cuando
termino no hay feedback y quiero
salir corriendo. Me agoto, quedo con la sensación de haberme vaciado.
¿Es importante leer
para ti? ¿Qué lees ahora?
Una de las cosas más valiosas que me enseñó mi padre fue reparar libros,
comencé a toquetearlos, a limpiarlos. De ahí a leerlos fue solo un paso y el
hábito se instaló. Así que leer es importantísimo porque encuentro
satisfacción, siento placer, curiosidad, necesidad de saber cómo las cosas
llegaron a ser lo que son. También leo desde el análisis, para rozar el talento
de tantos creadores sencillamente geniales. Ahora estoy leyendo El arte del placer, de Goliarda
Sapienza. Llegué a ella porque leí una tesis donde la citaban, fui a comprarla
y no estaba en librerías. La obsesión fue inmediata, hasta que la encontré en
una librería de viejos. Ahora estoy conociéndola.
Unida al teatro
Flavia no solo es dramaturga, también realiza docencia en la
especialidad e hizo talleres con su padre en diferentes lugares. Pero eso no es
todo, hace algunos años escribió crítica de teatro en revista El Sábado, de El Mercurio, oficio que dejó para no sentir la extraña sensación de
ser juez y parte. También ha incursionado en el dramaturgismo, tarea que
desempeñó en la obra Hijos de…
(2015), escrita por Claudia Hidalgo y dirigida por Fernando Ocampo.
En el área de la formación, fue directora de la Escuela de Arte y de la
Escuela de Teatro de la Universidad de las Américas, donde tuvo que preocuparse
por planes curriculares, ramos y talleres que beneficiarían a los futuros
actores egresados de ese plantel.
Aparte de eso, es una excelente espectadora de teatro. Ha sido jurado
del festival Santiago a Mil y no se pierde obra, para estar al tanto de cómo se
mueve la cartelera nacional.
¿Qué te seduce más:
que tu pluma sea leída o sea montada?
Difícil pregunta, porque me encantan las lecturas dramatizadas, me
fascina escuchar cómo son leídos los textos. El cerrar los ojos y dejarse
elevar por el rebote de las palabras es un gozo que me eriza la piel. Asimismo,
ver cómo lo escrito resuena en el imaginario de un director, de un actor y de
un equipo completo es alucinante y conlleva el vértigo de que no coincidamos en
nada. Creo que la seducción de lo leído y lo mostrado es igual de arriesgada.
¿Qué rol tiene para
ti el dramaturgo en el oficio teatral? Muchos solo se preocupan de la puesta en
escena.
El rol del dramaturgo es fundamental, aunque esté muerto, aunque traten
de desfigurarlo, de cortar sus palabras, de tergiversarlas; es el obrero que
pone el cemento de los pilares. Las bases no se hacen con arena, se requiere de
un espíritu, un self que solo lo da
una pluma, un corazón.
¿Qué dramaturgos
celebras?
Celebro a August Strindberg y a sus convulsiones internas, un visionario
de la crueldad contemporánea. A Lluïsa Cunillé, pues me encanta por su solidez,
por las temáticas que aborda y por su forma de narrar. A Samuel Beckett, porque
leerlo te obliga a subir un escalón, a indagar desde el descampado. A Griselda
Gambaro, por ser ella, pues cuando la escucho y la leo me dan ganar de
escribir. A Juan Radrigán, porque es un ídolo de la poesía dramática. A Guillermo Calderón, porque escuchar sus
textos es un placer.
¿Qué sentiste con el
tributo que te brindó la Universidad Finis Terrae al presentar dos de tus obras
en un ciclo?
Cuando lo supe me emocioné mucho, incluso me dio pudor, ya que la
convergencia de las obras (según yo) había sido por azares del destino. El
sentimiento de visibilidad y privilegio me inundaba. Ver mi propia obra con
distancia, saber dónde estaba y donde estoy en la escritura era incomparable.
Así que solo di gracias al universo por la oportunidad de ver juntas a Lear, el rey y su doble, como última
obra escrita y El descanso de las velas,
escrita en 2013 por los 40 años del golpe.
Lear… fue dirigida por Jesús
Urquieta y realizada gracias al Municipio de Quilicura y a la gestión de Javier
Ibacache y Mauricio Novoa. El descanso…
fue dirigida por Mariana Muñoz y realizada gracias a un Fondart.
La partida de Máximo
Flavia y su familia, formada por sus dos hijos y su madre, estaban de
duelo al momento de esta conversación. El conejo Máximo, que llegó a la casa
como un regalo para su mamá, sorpresivamente apareció muerto debajo de una
cama. Hubo lágrimas de todos y un entierro como corresponde a un ser que solo
ofrece momentos de luz. Como ella misma describe: «Máximo, el mini lop (raza de
conejos), que no emitía ningún sonido pero que llegó a ser el “niño” del hogar.
Quien desde algún tiempo vive entre la Luna y Saturno, entró a la familia como
regalo de mi hijo Gabriel para mi madre».
El mini lop fue bautizado Máximo Décimo Meridio, como el general
protagonista de la película Gladiador,
porque su mamá veía la cinta al menos una vez al día. «Increíblemente, ella y
el conejo tuvieron una comunicación perfecta y Máximo iba y venía libre por
todas partes. Se comió todas las plantas y asaltaba el refrigerador con fuerza
de león. Desde ahí me enamoré de la bolita de pelos que se me subía a la cama y
me pedía comida en las mañanas», recuerda Flavia.
Reconoce que era «muy rico» escucharlo corretear y resbalarse en el
parqué. Máximo sabía las horas de todas sus comidas y aparecía para echarse
bajo la mesa. También salía de vacaciones con la familia. «Así se hizo parte
del cotidiano —suspira la escritora— hasta que un día se acostó bajo la cama de mi
madre y ya no despertó. Ahora tiene un lugar donde corretea entre rosas y
margaritas».