Los gatos Laika y Vladimir protagonizan el día a día
en la familia de la reconocida actriz, dramaturga y escritora. Hace dos décadas
que Nona sintió la apertura de conciencia y corazón al mundo animal, y hoy en
día reconoce que la relación con sus felinos es un gozoso intercambio de amor y
respeto.
Nona Fernández Silanes
(1971) es una de las voces autorales más lúcidas de su generación. Escritora,
dramaturga, guionista y directora teatral, desde diversos formatos ha releído y
rescatado la historia reciente. Su estilo coquetea con el humor, lo extraño y hasta
con lo paranormal, pero, sin embargo, sus textos tocan fuertemente a las
audiencias que se reconocen en un ejercicio de identidad. La conocí cuando ella
era una joven muy delgada —flaca, la verdad— que había egresado de Teatro de la
UC y con su pololo, el también escritor Marcelo Leonart, daban rienda suelta a
su creatividad en la compañía Merry Melodys.
La madurez trajo más teatro (cofundó las compañías La
fusa y La pieza oscura), cuentos, novelas, y también guiones para TV. En ese
medio fue parte del equipo de autores de las teleseries 16, Los
treinta (pionera en la temática para adultos) y El laberinto de Alicia,
entre otras.
No ha cambiado mucho esta Nona. Pese a los numerosos
reconocimientos a su obra literaria (Space invaders fue nominada al
Premio Nacional de Literatura estadounidense como mejor obra extranjera
traducida al inglés, y obtuvo el premio Juana Inés de la Cruz por La
dimensión desconocida), sigue viviendo en Ñuñoa, sigue emparejada con
Leonart y sigue teniendo la sonrisa fácil y los ojos amarillos y penetrantes.
Como de gato.
Esta vez conversé con ella para hablar, precisamente,
de Laika y Vladimir, los felinos de su familia. «No tenía una relación muy
animalesca, hasta que nació mi hijo, Dante (20). Hubo ratones en mi casa y
dijimos: “Tengamos un gatito”. Y llegó uno, pero tenía una pega. La relación
con él empezó a abrir algo, que no te podría decir qué es, pero que podría
nombrar como un instinto de amor animal que antes no existía, porque de chica
nunca tuve animales en mi casa. El gato se llamaba Lindo Precioso, mi hijo lo
bautizó así», recuerda.
Nona precisa que Lindo Precioso significó la apertura
de alma y corazón al mundo de los animales no humanos. Su muerte, señala, fue
uno de los dolores más grandes que han vivido como familia. Y, como muchos
enfrentados a la pérdida, dijeron nunca más. Pero pasó el tiempo y no pudieron
resistirse a Laika y a Vladimir: «Yo crie a mi hijo y crie a Precioso, entonces
hubo un protagonismo de mi hijo porque era guagua, porque era mamá primeriza. Pero
ahora, cuando mi hijo tiene 20 años, soy una abuela de mis gatos y esta
apertura ha entrado en la locura. Laika y Vladimir llegaron y transformaron
nuestras vidas, son los protagonistas de esta casa y de nuestras vidas.
Nosotros nos hemos incorporado a sus dinámicas. Ha sido muy divertido».
Dices que se abrió algo imprecisable con Lindo Precioso, ¿en qué ámbito
se ubicaría esta apertura?
Es como una percepción. Si tuviera que teorizar más respecto al
sentimiento, diría que es un estado de conciencia distinto, una apertura de
conciencia, como cuando tú descubres algo que sabías que existía, que estaba
ahí. Los animales son parte del universo y siempre he sido muy respetuosa del
mundo animal, vegetal y de la naturaleza en general. Pero esta apertura de conciencia
es a partir del amor, de la relación. Es loco, pero también tiene que ver con
entenderse como iguales. Somos seres distintos, pero estamos en este mismo
espacio y hay un amor y un respeto tremendos a lo que somos y a lo que son.
Antes no tenía ese canal tan abierto y evidentemente a uno se le abre la
militancia animalista también. De pronto, uno está mucho más pendiente,
aportando desde donde se puede, y observando a los perritos, los gatitos, los
canaritos, los gusanitos, todo. Se abre un estado de conciencia distinto que,
indudablemente, es supergozoso y superhermoso también.
Qué bonita palabra usas, gozoso.
Sí, porque uno recibe muchísimo y porque la energía animal es
maravillosa.
Ritos gatunos y Molière
Nona comparte la pasión
por sus gatos con su pareja y su hijo. Y asegura que fueron fundamentales para
descomprimir el ambiente en tiempo de pandemia. «En realidad, nos llevamos bien
—fue una superbuena prueba como familia—, pero creo que nuestros gatos nos
ayudaron a hacer de la convivencia en esta casa un espacio amoroso, vivible,
feliz. Yo les doy harta responsabilidad a ellos en eso».
¿Comparten en tu escritura?
Claro, si uno está en alguna parte, ellos se ubican cerca. Es como estar
en manada. Yo tengo dos espacios de escritura. Uno es mi escritorio, donde
tengo sus colchoncitos cerquita de la estufa, pero la verdad es que se suben a
cualquier parte: encima del escritorio, del teclado, dependiendo del día es el
nivel de protagonismo que necesitan, pero están ahí. El otro lugar donde
escribo es el comedor, y ahí llegan. Es como si dijeran: «Bueno ya,
escribamos».
¿Tienes alguna rutina con Laika y Vladimir?
Partamos con que duermen con nosotros. La gata es más inquieta y
despierta más temprano, es muy cariñosa y quiere compañía. Y es Marcelo quien
se levanta, la alimenta y juegan un poco. Luego, tipo ocho de la mañana, a
Laika le encanta ir al baño conmigo. Se pone a la orilla de la tina cuando me
ducho, juega con las gotas y, después, cuando me maquillo y me encremo, sube al
lavatorio y me observa. Me bota el rouge, la peineta… Es todo un rito
maravilloso de acicalarse en las mañanas, a ella le encanta estar en ese
momento, no lo perdona. Con Vladimir tengo un rito que es casi una lucha: como
a las siete de la tarde me instalo a escribir, normalmente que he tenido
ensayos y llego al escritorio con el cafecito con leche y él quiere atención,
no quiere acompañarme. No sé por qué no me rindo, siempre es una disputa. Y se
sube, me rasguña, se pasea por el computador. Hasta que finalmente le doy un
poco de comida y lo acaricio. Después se instala al lado y le damos a la
escritura.
Al momento de la entrevista, Nona Fernández acababa de
terminar una temporada de la obra Space invaders, adaptación de su
novela homónima, en el Teatro UC. La pieza, que retoma la historia reciente
desde los sueños de cuatro mujeres nacidas en los años setenta, logró una
conexión especial con el público. Ella hizo la adaptación y además formó parte
del elenco.
«Fue una temporada maravillosa, la salita llena casi
siempre, con buena respuesta de parte de los espectadores, que nos mandaban
regalos como dibujos, mensajes, tarjetitas. Eso yo no lo había vivido nunca y
es muy conmovedor. No teníamos claro cómo iba a ser la vinculación con el
público y fue de una emotividad desarmante. Sabía que se iba a despertar
memoria en gente de nuestra generación, pero no imaginaba qué iba a pasar con
los jóvenes, y ahí también tuvimos una bonita respuesta. Ocurría, ahora lo
estoy pensando, una especie de rito que traspasa lo artístico. Eso fue
precioso», cuenta la actriz.
¿En qué estás ahora, estás escribiendo algo?
Estamos intentando seguir con Space invaders, además de trabajar
en un montaje nuevo en la compañía, que se llama La casa de los monstruos,
una obra de Marcelo y dirigida por él, que vamos a estrenar en el GAM en
agosto. En términos escriturales, estoy en un proyecto superbonito para el
Teatro de Basilea, Suiza. El director de ese espacio, Antú Romero, estuvo en el
festival Santiago a Mil y vio Paren la música, la obra de Alejandro
Sieveking que terminé escribiendo yo, y quiso conocer al autor. Le llamó la
atención que alguien pudiera travestirse para escribir a la manera de otro. Nos
conocimos a través de Carmen Romero (directora del festival), y ahora estoy
trabajando para el Teatro de Basilea en un montaje sobre Molière, que nació
hace 400 años.
Son interesantes las puertas que se abren insospechadamente.
Sí, de manera tan astral, me gusta pensarlo desde ese lugar.