Si pude llegar a las orillas de esta historia fue simplemente porque no
quiero que se extravíe entre mis recuerdos. Recién ahora que estoy viejo me
atrevo a hacerlo antes que el olvido la arrastre una vez más hacia las zonas
perdidas.
En ese tiempo yo era un niño y junto con
algunos amigos visitábamos la casa de Rodrigo, quien era nuevo en el barrio. Lo
habíamos conocido en la plaza unos días antes. Él se había acercado a nosotros
y desde esa tarde nos habíamos hecho inseparables. Rodrigo no vivía «en el
barrio», sino unas cuadras más hacia el norte, donde las casas eran más grandes
y tenían jardines amplios con árboles crecidos. Su casa era muy particular; de
hecho, nosotros pensábamos que estaba abandonada porque estaba cubierta de
enredaderas y los árboles de la entrada no dejaban verla desde afuera. No tenía
lo que se llama un auténtico jardín, sino un montón de plantas y malezas que
crecían sin ningún orden. El patio estaba desordenado, lleno de cajas y cajones
de madera. Era como si no hubiesen terminado de instalarse o estuviesen a punto
de partir. Su mamá nos recibía muy contenta, nos sonreía y nos daba leche con
frutilla que ella misma hacía en una juguera que yo consideraba que era el
aparato más moderno que podía existir. De su papá no sabíamos mucho. Casi no hablaba
de él y nunca lo veíamos. Decía que por su trabajo siempre tenía que viajar
fuera de Chile. En esos años nos parecía que viajar fuera del país era como
volar a otro planeta.
Una tarde nos quedamos jugando en su pieza,
estaba él, el Toño y yo. Su mamá nos dijo que iba a comprar, que nos quedáramos
tranquilos y que a la vuelta nos prepararía algo para comer. Siempre nos hacía
unas comidas muy especiales, distintas a lo que estábamos acostumbrados. Nos
quedamos en la pieza revisando las revistas que Rodrigo tenía. Decenas de
revistas de historietas que su papá le traía de otros países. Algunas no la
podíamos leer porque estaban en otro idioma, solo mirábamos los dibujos. En un
momento me asomé por la ventana que daba al jardín. Se veían los árboles, unas
mesas y un auto antiguo. Fue en ese momento que lo vi. Un gato estaba sentado
sobre el techo del auto y me estaba mirando o por lo menos yo sentí que me
miraba de forma directa. Me puse nervioso y dejé de mirar por la ventana y
volví a las revistas. Le pregunté a Rodrigo si tenía un gato y me dijo que no,
que su mamá era alérgica a ellos. En su rostro algo cambió. Como si yo hubiese
dicho algo malo. Él se asomó a mirar por la ventana y no se volvió a sentar
hasta que se convenció de que no había nada. Busca al gato, pensé.
Dejé de jugar y le dije a Rodrigo que iba al
baño. Había uno en el fondo del pasillo. Era amplio. No se comparaba con el de
mi casa. Un gran espejo. Siempre estaba reluciente. De haberme quedado en la
pieza quizás ni siquiera guardaría el recuerdo de esos años.
Caminé por ese pasillo de tablas que
crujían. Me sentía intranquilo, el gato ese me había puesto nervioso. Justo
cuando iba a entrar al baño sentí un ruido en la habitación que estaba al lado.
Sin pensarlo abrí la puerta para saber de qué se trataba. Era una habitación
oscura, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz me di cuenta de que era una
biblioteca. Yo nunca había estado en un lugar como ese. Me quedé hipnotizado
viendo los libros. Me costaba leer los títulos hasta que me di cuenta de que
estaban escritos en un idioma que no conocía. Fue en ese instante que sentí
algo entre mis piernas. Cuando miré, me crucé con la mirada de un gato. Era el
mismo felino que había visto hace un rato sobre el techo de aquel auto antiguo.
Fue solo un instante. El gato caminó hacia
una de las paredes y lo seguí; se metió por detrás de unos anaqueles y lo
seguí. Parece que deseaba mostrarme algo. Era un gato viejo, su pelaje era
blanco con negro. Me miraba como si quisiera decirme que me mantuviera en
silencio. La habitación me parecía más grande de lo que me había imaginado al
principio. Los estantes con libros me parecían cada vez más altos y largos. El
gato seguía delante de mí unos pocos pasos. No maullaba, se mantenía atento.
Entonces al final de los muebles el gato me mostró un escritorio. De un salto
se subió a la superficie y comprendí que el gato quería que yo viera lo que
estaba ahí. Era como si el gato me hubiese elegido para una misión.
Sobre el escritorio había unos libros y un
viejo álbum de fotos. Comencé a revisarlo y tuve que sentarme de la impresión.
Las primeras eran fotos muy antiguas. Eran en tonos sepia. En ella aparecía
Rodrigo de la mano de su mamá. Quizás podía tratarse de algunos antiguos
parientes. Seguí revisando el álbum y en todas las fotos aparecían ellos
iguales. Incluso a veces con la misma ropa, solo cambiaba el fondo. Las calles
se iban haciendo más modernas, igual que los edificios y los vehículos. Era
como si solo cambiara el decorado. Rodrigo y su mamá aparecían en distintas
ciudades y en distintos tiempos. No aparecían otras personas, ni siquiera en
segundo plano. Era como si siempre hubiesen existido de la misma forma. Sus
rostros siempre se mantenían serios, distantes, desafiantes. Esas fotografías
eran solo una prueba para ellos. Y pensé que con el Toño estábamos ahí por una
trampa. El tal Rodrigo no era quién decía ser y su mamá tampoco. Entonces
comprendí que el gato me estaba dando un aviso. Cuando lo quise buscar con la
mirada ya no estaba. Salí lo más rápido que pude de la biblioteca y volví a la
habitación tratando de aparentar tranquilidad.
Rodrigo estaba sentado en el suelo y el Toño
estaba frente a él y parecía que tenía sueño porque se le cerraban los ojos,
entonces sin pensarlo lo tomé de una mano y le dije a Rodrigo que nos íbamos.
Rodrigo me miró como si hubiese dicho algo horrible y me dijo que todavía no,
que nos quedáramos un rato más, entonces, no sé cómo, me hice de un ánimo que
no me conocía y lo empujé. Él ni siquiera alcanzó a reaccionar y se cayó de
espaldas. Tomé al Toño, que no dejaba de hablar incoherencias, y bajé las
escaleras. No me detuve a mirar qué había sucedido con Rodrigo. El gato me
esperaba abajo y eso me dio confianza. Traté de abrir la puerta principal, pero
me fue imposible. La casa me pareció muy grande, como si en esas circunstancias
se hubiera expandido y las tablas del suelo se hubiesen vuelto blandas. En mi
cabeza se mezclaban las viejas fotos que había visto, la imagen de Rodrigo y su
mamá, la forma extraña en que nos habíamos conocido, porque recién en ese
momento me di cuenta de que había sido muy extraño que él simplemente haya
llegado hasta nosotros un día en que estábamos en la plaza. Pero no podía
perderme, el Toño parecía que se iba a caer de sueño y no dejaba de hablar
incoherencias. El gato corría un metro delante de mí y así fue como me mostró
una ventana que estaba en la cocina y que daba hacia el patio. La rompí y como
pude saqué al Toño, luego caminamos por el patio y saltamos por el muro que
daba a la plaza donde habíamos conocido a Rodrigo. El gato siempre iba dos
pasos adelante. Llevé al Toño a mi casa y lo dejé durmiendo. Yo me quedé
sentado a su lado, sin saber lo que había ocurrido. Descubrí que tiritaba y que
esas imágenes no podían abandonarme. Me atreví a mirar por la ventana y vi que
el gato caminaba otra vez con destino a la casa de Rodrigo. En un momento se
detuvo y me miró. Quise llamarlo, pero comprendí que era una despedida y creo
que alcancé a distinguir una sonrisa entre sus bigotes.
Los días siguientes supimos que Rodrigo y su
mamá habían dejado la casa. Una vecina dijo que se habían ido una noche. Un
viejo dijo que no había visto nunca a nadie en esa casa abandonada. El Toño
nunca recordó nada de ese día y con los años nos perdimos en el tráfico de la
vida. A veces me asomo por la ventana y trato de encontrar a ese viejo gato
sobre los techos, antes que mi memoria lo borre para siempre.